La princesa de Curlandia

17.02.2016 16:19

1

Lena Siegert se chupó el dedo untado de la crema que acababa de batir, cerró los ojos por un instante al tiempo que concentraba su atención en el sabor y emitió el sonido de aprobación: Hmmm. Tapó con un trapo secador el batido, levantó el liencillo que cubría la torta de cuatro libras preparada desde la víspera, se extasió observándola por un momento, la tapó de nuevo y llamó con una voz aguda, subiendo y bajando el tono para imprimirle musicalidad: "Rudolf". No se sorprendió al no recibir respuesta. Sabía que su hijo estaba despierto desde el amanecer, sentado en la cama, haciendo cuentas en el cuaderno cuadriculado que le servía de libro de contabilidad, pero en casa era hombre de unos pocos monosílabos que usaba sólo en caso de estricta necesidad. "Rudolf, ya va siendo hora de la foto". Insistió con su voz cantada en un alemán perfecto.

Faltaban todavía 3 horas para la cita en la fotografía de enfrente y,  aunque ella sabía que podían llegar a cualquier hora, sentía que tenía que estar allí a las once en punto porque no había podido acostumbrarse a la flexibilidad latina de los horarios. Esa falta de rigor de los suramericanos le parecía de un primitivismo encantador. Hacía ya trece años que había salido de su país en un viaje provisional, mientras se hacían los ajustes políticos de posguerra en Europa, pero ella nunca se sintió lo bastante segura como para regresar. Ahora su hijo se iba a casar en tierras de América, a pesar de lo cual ella creía en su fuero interno que su situación actual era interina y que se encontraba allí sólo de paso. Era alta, delgada, garbosa; su peinado en forma de moña sobre la coronilla añadía tres centímetros más a su estatura; sus ojos de cielo estaban enmarcados por las primeras arrugas de pata de gallina, muy tardías si se piensa en los cincuenta  y cinco años de una existencia vivida entre las premuras de una refugiada y las privaciones de un pueblo dominado. Quien desprevenidamente mirara su porte, no hubiera imaginado que su pueblo perteneció a los suecos, a los polacos, varias veces a los alemanes, otras tantas a los rusos y que en los últimos setecientos años saboreó la independencia solamente veintidós, después de la guerra del dieciocho. Mirándola podría pensarse que su estatura se componía de varias tallas: los uno setenta de su altura, los tres centímetros de su moña y la talla de su dignidad que la hacía aparecer más alta, casi tanto como su hijo Rudolf. Fue ese porte distinguido el que aumento el mito de su nobleza entre los habitantes de Hatoviejo. Recién llegada al pueblo, cuando conocía apenas unas pocas palabras en castellano, dijo que ella había sido reina de Curlandia y todo el mundo lo creyó sin verificarlo. Ella nunca lo negó, ni siquiera nueve años después, cuando ya era dueña de un agraciado castellano, con una gramática impecable.

Estaba casada con Friedrich Siegert, un alemán sesentón alto y acuerpado que trabajaba para el Ferrocarril de Antioquia.  El Doctor, como le decían en el pueblo, vestía siempre traje elegante con chaleco y cubría la desnudez de su cabeza con un sombrero alón de fieltro.

Después de escuchar varias veces el llamado cantarín de Lena, Rudolf guardó el cuaderno en su carriel envigadeño y empezó a alistarse. Se bañó con el chorro vivo de agua fría que salía del tubo del baño, se secó, y se anudó la toalla en la cintura a modo de falda. Sacó de su baúl de ropa el traje de paño verde y él mismo lo planchó en la mesa del comedor, al lado de la torta que su madre acababa de terminar. Luego seleccionó la camisa blanca más nueva y la repasó con la plancha, con excepción del cuello y de los puños. Éstos necesitaban ser almidonados para que tomaran la contextura acartonada y brillante, y esa labor requería pericia para ser realizada. Lena completó esa parte de la tarea y Rudolf se vistió con rapidez, como siempre lo hacía, pero con más cuidado que nunca.

Tenía veintisiete años y seguía siendo delgado, como cuando desembarcó en Cartagena de Indias nueve años antes. Sus cabellos claros, que ya empezaban a abandonarlo y sus pestañas y cejas amarillo pálido, permitían adivinar al instante su origen extranjero. Hablaba con fluidez alemán, letón y turco, y un castellano casi perfecto. Los pocos errores de dicción que conservaba, eran para él una herramienta de venta más que un defecto de lenguaje. Desde que llegó al pueblo se había iniciado en el oficio de merchante, primero de chucherías traídas de San Antonio de Táchira y luego como regatero de telas. Vendía de puerta en puerta los géneros de Turquía, las sobrecamas de Viena, las alfombras de Persia, todos ellos conseguidos con los contrabandistas que traían mercancía de Coveñas y de la Guajira.

Era conocido en todo el pueblo por la excentricidad de su atuendo, pues a su sombrero de fieltro y a su traje de paño con corbata, añadía su carriel, un guarniel de piel de tigrillo como los que usaban los campesinos de la región, que se terciaba por encima de la chaqueta. En la muñeca derecha llevaba una esclava de plata maciza y en el meñique un anillo de oro con una gran piedra roja.

Los Siegert vivían en la calle 51, la principal del pueblo, en la que estaban la iglesia, la alcaldía, una de las dos únicas salas de cine, llamada "Teatro Rosalía", las casas de las familias más prestantes y docenas de cantinas que se tragaban los sueldos de los obreros que trabajaban en las fábricas de telas y los jornales de los campesinos. 

Casi al frente de los Siegert vivían los Arismendi que en ese momento también se preparaban para ir a la Foto Pineda , a posar para las fotografías familiares con motivo de la boda de su hija Lucero con Rudolf. Mario, el padre de la novia, había llegado esa mañana a las cinco, de la finca La Bolsa, en la que llevaba una vida de ermitaño quebrantada tres veces a la semana, cuando bajaba al pueblo a traer los productos agrícolas. A sus sesenta y siete años seguía siendo un campesino con casa en el pueblo pero con el atuendo y el alma de los arrieros. Era parco en todo: en la bebida  y en la comida, pero en especial en las palabras que pronunciaba siempre en voz muy baja y sólo por necesidad o por cortesía. Teresa López, su mujer, que se encargaba de administrar la casa del pueblo, era de un temperamento opuesto al tranquilo y reservado de su marido. Veinte años más joven que él, era activa, extrovertida y dinámica, una mujer que quería controlarlo todo, pero todo se le salía de las manos. Nunca sabía el paradero de sus hijos, preguntaba todo el día dónde habría dejado tal o cual cosa y su casa era un caos total, con aperos de labranza en el comedor, cerdos y gallinas en la cocina y sillas de montar en las camas o en los muebles de la sala. Desde hacía dos años se habían levantado las baldosas del corredor central, desde la puerta de entrada hasta la trasera del solar, para hacer unas reparaciones en el alcantarillado, y a esas alturas no se sabía cuándo se terminaría la obra, porque nadie trabajaba en ella desde hacía meses. Para moverse por la casa, habían tendido puentes de tablones  que la atravesaban a todo lo largo, con otros transversales que entraban a la sala, al comedor, a la cocina y a cada una de las alcobas. Habían adquirido una habilidad tan grande de equilibristas de circo, que caminaban con más facilidad ahora que cuando estaban las baldosas, y jamás nadie había tocado el fango de esas trincheras, a pesar de que los hijos llegaban achispados varias veces a la semana.

Ese día, como excepción, Teresa López sabía dónde estaban dos de sus seis hijos: Darío, porque era el mejor amigo de Rudolf Siegert y Lucero, porque era la novia. Una hora antes de la cita en la fotografía, Darío estaba casi listo para salir pues sólo le faltaba terminar de afeitarse, cosa que hacía con una cuchilla que sostenía entre los dedos índice y cordial, sin necesidad de maquinilla. Era de tez blanca, ojos habanos y sonrisa permanente, alto y fornido como conviene a un comerciante de yeguas y caballos. Lucero, en cambio, aún no se había levantado, y no parecía importarle el hecho de que ella era la principal protagonista  en la toma de las fotografías. Era así, indómita, y rebelde. Antes de su noviazgo con Rudolf, Darío la definió con dos palabras: una potra cerrera. Era de baja estatura y se veía aún más baja por su manía de andar descalza, pero tenía el cuerpo proporcionado, quizás un poco subido de carnes, en especial en el pecho, que le gustaba lucir usando escotes atrevidos. No había cumplido dieciocho años. Tenía piel canela, manos pequeñas, ojos garzos, nariz recta, labios sensuales y cabellera negra que le llegaba más debajo de los hombros.

2

Darío Arismendi había conocido a  Rudolf Ricket por casualidad, meses atrás, un día que éste salió de su casa con la rabia a flor de piel. Esa mañana se despertó temprano pero no salió a vender sus géneros de puerta en puerta, como de costumbre, sino que estuvo encerrado en su cuarto haciendo cuentas con lápiz y papel durante varias horas. A eso de las diez se levantó para ir a buscar algo de comer en la cocina y, al ver que la alcoba matrimonial estaba abierta, instintivamente se dirigió hacia allá. Lena estaba sola porque el doctor se había atrincherado en su sillón de la ventana de la sala a ver pasar el pueblo entero calle arriba y calle abajo y a enseñarle sin éxito a la guacamaya policromada a decir "hola doctor soy liberal, por eso los godos me van a matar". Lena no vio a su hijo cuando entró. Estaba ensimismada, mirando el anillo que tenía en la palma de la mano y hablando en voz baja. Cuando Rudolf le habló, se asustó y con rapidez de prestidigitador lo metió en una pequeña bolsa de terciopelo rojo y lo apretó contra su pecho.

–¿Puedo verlo? –dijo Rudolf.

–No  –respondió Lena –. Es para mi nuera y nadie lo tocará antes que ella.

Lo dijo con cierta malicia porque, no sólo sabía que Rudolf no tenía novia, sino también que las únicas mujeres a las que trataba eran las disolutas de los cafés del pueblo y las desenfrenadas del barrio de tolerancia. Su respuesta era, por tanto, una insinuación que le hacía, a que dejara su vida libertina y formara un hogar con una muchacha decente.

Rudolf sabía desde niño la historia del anillo, la única joya que le quedaba a la madre de su juventud en la querida Curlandia. Era una exquisita pieza de oro blanco, diseñada y fabricada por Wilhelm Bolin, con incrustaciones de porcelana y unas minúsculas hojas de laurel en filigrana en las que estaban engastadas una perla blanca y una negra. Valía más que todos los bienes que Friedrich y Lena habían tenido en casi treinta años de matrimonio. Lena le tenía un fervor casi pagano, le hablaba y confiaba en que  algún día pasaría a la siguiente generación,  como había pasado de su abuela a su madre y después a ella. Lo llevaba siempre en su bolsa de terciopelo atada al sostén y no se había desprendido de él desde que salieron de Esmirna  nueve años atrás.

 Ante la negativa de su madre a mostrar la joya, Rudolf soltó una imprecación en turco, salió a la calle dando un portazo y no pronunció una sola palabra en su casa durante las próximas dos semanas.

Se sentó en el café Macho Rucio y pidió una cerveza. Era un local esquinero con puertas a todo lo ancho por ambas calles, en el que una rockola con canciones de despecho competía en volumen con otras iguales en los cafés de los locales contiguos.

–Lo veo preocupado, vecino –le dijo Darío Arismendi desde una mesa cercana.

–Los negocios están difíciles– respondió Rudolf sin intención de continuar la conversación.

Durante varios años se habían visto porque sus casas quedaban en la misma calle, pero nunca habían pasado de saludarse cuando se cruzaban, moviendo la cabeza, levantando las cejas y diciendo una palabra incoherente.

–Si por allá llueve, por aquí no escampa– anotó Darío Arismendi al tiempo que acercaba su silla a la mesa de Rudolf.  Le tendió la mano y se presentó como si fuera un desconocido:

–Darío Arismendi, mucho gusto.

–Rudolf Siegert– fue la respuesta seca que obtuvo.

Pidieron un par de cervezas, encendieron dos cigarrillos y conversaron tan animadamente y durante tanto tiempo, que cualquiera habría pensado que eran viejos amigos. Mientras bebían más cerveza hablaron de los tapetes y de los géneros que recibía Rudolf desde Turquía, traídos de contrabando por la ruta de La Guajira. De la sociedad que tenía Darío con unos gitanos, para comprar caballos viejos, arreglarlos con tintes y pinturas y venderlos los miércoles en la feria de ganados como si fueran de paso fino. Hablaron de los muertos de Cali; de esa dictadura infame que acababa de anunciar que se quedaría cuatro años más en el poder; de la prohibición por parte del obispo de leer los periódicos liberales, de la gripe asiática, de Ramón Hoyos, que aspiraba a ganar por cuarta vez la vuelta a Colombia.  Se mostraron sus almas al desnudo, el uno lamentando la desgracia de ser un fugitivo de la guerra europea  y el otro la tristeza de no tener una profesión digna. De lo único que no hablaron fue de la Reina de Curlandia, ni del anillo que mantenía atado al corpiño, ni de la alcurnia de sus apellidos, ni de los amigos nacis que tenía el doctor en Kassel. Darío lo invitó a la finca cafetera La Bolsa, propiedad de su familia y Rudolf le respondió que muchas gracias y que un día de estos iría encantado. Entonces Darío le pidió que fueran un momento a su casa porque le quería regalar unos avíos de montar a caballo para que se los estrenara cuando fueran a la finca.

 Cuando llegaron a la casa de Darío ambos estaban subidos de copas. Aparte de los ojos enrojecidos, a Darío no se le notaba que se había pasado en la bebida porque seguía siendo el mismo hombre extrovertido y sonriente. Rudolf, en cambio, tiraba para atrás su sombrero gardeliano dejando destapada la frente y, olvidando su temperamento introvertido, soltaba la lengua como una cotorra, opinando sobre lo humano y lo divino. Entraron. Darío sorteó los puentes de tablas con plena naturalidad, como lo hacía todos los días, y Rudolf intentó seguirlo. En la mitad de una de las tablas sintió el pandeo del puente y creyó perder el equilibrio. Se detuvo, flexionó un poco las rodillas, abrió los brazos y empezó a hacer movimientos para guardar el equilibrio como si bailara en la cuerda floja.

–¡Que me caigo! ¡Que me caigo!– fueron las únicas palabras que comprendió Darío de las muchas que Rudolf gritaba en cuatro idiomas.

–Quédate quieto que ya te doy la mano– le gritó Darío desde el comedor.

Al escuchar el alboroto, Lucero, que estaba  sola en la casa, salió de su habitación y se quedó parada en medio de uno de los puentes de tabla, quieta como una estatua, de espaldas a su hermano y mirando a Rudolf, sin decir palabra. Estaba descalza y lo único que tenía puesto encima era un camisón de una tela blanca etérea. Parecía un espíritu. Rudolf abrió los ojos y la boca desmesuradamente y se quedó paralizado con la visión. Al fondo, la puerta entreabierta del solar dejaba penetrar la luz cobriza del atardecer y transparentaba la silueta de diosa de Lucero. Le vio las curvas de escultura griega, las tetas exuberantes y la cabellera negra de amazona, flotando en el aire.

Cuando Darío llegó a socorrerlo, el peligro había pasado porque la parálisis producida por aquella visión había hecho que la tabla dejara de oscilar. Sin querer, Lucero lo había salvado de caer en el fango que llenaba la excavación debajo de sus pies.

Llegó a la puerta sano y salvo agarrado a la mano de Darío, y para entonces la visión de Lucero había desaparecido. Salieron a la calle y Darío le entregó los avíos: zamarros de cuero peludo y soga de enlazar de veinte metros, también de cuero, encerada y con nudo corredizo en un extremo. Para el extranjero fue una verdadera sorpresa que agradeció y prometió de nuevo que algún día iría a La Bolsa. Se despidieron y Rudolf se fue en dirección a su casa, pero no había caminado cinco pasos, cuando se detuvo y se quedó pensativo, mirando el pavimento. Se devolvió con decisión y le dijo a Darío que  todavía estaba en la puerta:

–Oye, amigo. ¿Cuándo me presentas a tu hermanita?

– Hoy no –le dijo Darío–. Que no está en condición de recibir visitas.

Quedaron para el día siguiente.

3

Cuando Rudolf llegó, Darío estaba esperándolo en la puerta. Había reforzado el puente de tablas que daba a la sala, y tendió un lazo grueso, bien tensado, a modo de baranda, de manera que Rudolf pudo pasar sin peligro. Se sentaron y, no habían acabado de destapar dos cervezas cuando entró Lucero. Vestía un traje color violeta que se ampliaba de la cintura hacia abajo formando pliegues esponjosos y llegaba hasta la rodilla. Las dos mangas cortas y abombadas dejaban los hombros desnudos y de ellas partía un escote en V con ojales a los que se ataba en zigzag una cinta de seda blanca. Como calzado, llevaba unas zapatillas livianas y flexibles como de bailarina de ballet. No llevaba joya alguna, salvo una hebilla de mariposa con la que se cogía el pelo para formar una coleta.

Rudolf la vio entrar y se levantó. Era la primera vez desde que desembarcó en Cartagena de Indias que se encontraba ante una mujer en una casa de familia y no supo que decir. Decidió imitar la forma en que se le presentó Darío el día anterior y, tendiéndole la mano le dijo:

– Mucho gusto. Rudolf Lothar Siegert.

Para ella también era una situación nueva en la que no sabía cómo actuar, pero salió del apuro: le tendió la mano y dijo su nombre.

– Lucero Arismendi López.

A pesar de la diferencia de estaturas, que notaron cuando se acercaron y él debió mirar hacia abajo y ella hacia arriba, los dos parecían encantados. Se sentaron sin saber qué decir, hasta que Darío rompió el silencio.

– Es el hijo del doctor Siegert –dijo, dirigiéndose a Lucero.

– Si, ya lo he visto por ahí –respondió ella.

– Ayer no la saludé porque estaba muy asustado –le explicó Rudolf.

– Más asustada estaba yo al ver un sombrerón con los brazos abiertos como un espantapájaros.

Lucero suplía la falta de educación refinada con una espontaneidad campechana que le brotaba por los poros y, a pesar de que hablaba sin medir el alcance de sus palabras, a Rudolf le pareció un modo de ser lleno de gracia. Se contaron sus vidas en una conversación larga y distendida en la que Darío apenas intervino y, cuando al fin se despidieron, los tres expresaron su deseo de que la velada se repitiera.

Y así ocurrió muchas veces durante el próximo mes con la diferencia de que Darío, que no era hombre casero, no estuvo presente sino un par de veces. Rudolf y Lucero conversaban ahora con gran naturalidad, sin la timidez del primer encuentro y, aunque casi siempre estaban solos en la casa, él jamás se propasó ni siquiera para tocarle una mano. Y fue mejor que no lo hiciera porque, con su carácter impetuoso, a la menor insinuación Lucero lo habría sacado por la misma puerta por la que había entrado. Algunas veces Aurora Barrientos, la mujer del servicio, se encontraba en la casa durante la visita. Entonces se aparecía en la sala con un jugo hecho de las mandarinas Reina que traía Mario Arismendi de La Bolsa, y otro de naranja, que era el único líquido que tomaba Lucero.

Teresa López también estuvo presente varias veces y se mostró encantada de lo bien educado que era Rudolf que, no en vano, era hijo de unos padres tan distinguidos. El extranjero escuchaba con atención sus historias como la de la vez que salió ella sola, revólver en mano, y echó a unos cuatreros que querían robar ganado de La Bolsa. Se interesó por sus conocimientos sobre plantas medicinales y tomó notas en la libreta que guardaba en su carriel, cuando le describió los efectos narcóticos del borrachero que, en dosis adecuada, podía dejar dormida a una persona durante varios días. Él repitió la palabra "borracherro" y ella le corrigió diciéndola sílaba por sílaba: "bo-rra-che-ro".

Poco tiempo después. Rudolf y Lucero empezaron a dar cortos paseos por el pueblo en los que recorrían las dos calles que había hasta la plaza principal y pronto fueron reconocidos como una de las parejas más singulares que se habían visto. "Parecen el número 10", decían algunos al verlos pasar, refiriéndose a la diferencia de estaturas. En uno de esos paseos, ellos mismos se sorprendieron cuando llegaron a la puerta de la casa de Lucero, al ver que Rudolf le había pasado el brazo por la espalda y le tenía puesta la mano en el hombro con tanta naturalidad, que no supieron en qué momento del recorrido lo hizo.

Antes de la navidad, a tan solo tres meses de haber hablado por primera vez, Rudolf le propuso matrimonio. Lucero no mostró la más mínima emoción y ni siquiera esbozó una sonrisa. Lo miró y, como si le hubiera lanzado un desafío, le respondió: "cuando quiera".

Fijaron la fecha para el próximo mes de marzo porque Rudolf esperaba que durante las fiestas navideñas y de fin de año los negocios mejorarían y tendría, además, tiempo para cobrar lo que le debían de la mercancía que vendía al fiado. El dinero no entró en la cantidad que Rudolf esperaba y necesitaba, pero en febrero decidieron presentarse en el despacho parroquial  a separar fecha para la ceremonia. Años atrás, cuando los Siegert llegaron al pueblo, el cura párroco, desde el púlpito, prohibió a sus feligreses tener relación con "esos protestantes que ahora viven en nuestra parroquia". Rudolf sabía que sería difícil hablar con él, pero algunos amigos le advirtieron que el encargado del despacho se dejaba "untar la mano" y de esa manera le haría las cosas mucho más fáciles, le abriría las puertas del despacho y le permitiría reunirse con el cura sin problemas.

Entraron al despacho parroquial. Era un local contiguo a la iglesia, ubicado en los bajos de la casa cural, con la única puerta en el pueblo que tenía un dintel en forma de arco romano. En el interior había un cancel de madera y cristales, con una pequeña ventanilla para atender al público y una puerta lateral por la que se podía pasar al interior.

– ¿Qué quieren? –preguntó a secas desde el otro lado de la ventanilla un hombre joven, colorado y sin un solo pelo en la cabeza.

–Hablar con el padre –se adelantó a responder Lucero.

– ¿Para qué?

–Nos queremos casar.

–Documentos –dijo el oficinista.

Lucero puso en la ventanilla una tarjeta de identidad de cartulina color marrón en la que estaban sus datos personales y su fotografía. Rudolf metió la mano al bolsillo de la chaqueta, la sacó de nuevo y, sin decir una palabra ni hacer el más mínimo gesto, puso en la ventanilla un billete de veinte pesos. El hombre calvo lo miró a los ojos por un instante, recogió los dos papeles y salió del despacho hacia el interior de la casa cural. Después de un rato regresó.

–Vengan a las tres de la tarde para hablar con el Padre Rogelio Arango–dijo, y le devolvió a Lucero su tarjeta de identidad.

 Al salir del despacho, Lucero miró a Rudolf a los ojos. No sabía si reír o estar asustada porque en los tres meses y veinte días que llevaban viéndose casi a diario, no se había percatado de la sangre fría y del temperamento maquiavélico que tenía su pretendiente.

Cuando llegaron por la tarde, el párroco los estaba esperando. Los hizo pasar por la puerta lateral y los llevó a la oficina que tenía dentro de la casa cural. En ella había un escritorio, una silla de brazos para él, y dos más sencillas para los visitantes. Estaba decorada con dos fotos en blanco y negro enmarcadas con cristal: una de Su Santidad Pio XII y otra del cardenal Crisanto Luque. El Padre, que se mostró muy amable, como si olvidara que él mismo les había prohibido a sus feligreses hablar con la familia Siegert,  les preguntó el motivo de su visita. Ellos le explicaron que querían casarse a mediados de marzo, pero él no les dijo ni sí, ni no, sino que les respondió con una pregunta:

–¿El joven es católico?

–No –respondió Rudolf.

–¿Qué religión profesa?

–Soy luterano.

–Debo explicarles –dijo el párroco –que nuestra Santa Madre Iglesia prohíbe celebrar el Santo Sacramento del Matrimonio en caso de que alguno de los contrayentes no sea bautizado.

Lucero puso ojos de sorpresa porque no se esperaba este imprevisto, en cambio Rudolf permaneció impasible como si el discurso del cura no se refiriera a él.

–Además –añadió el cura– los contrayentes deben estar confirmados y recibir los sacramentos de la penitencia y de la comunión antes de la boda.

–Haremos lo que usted diga –respondió sin vacilar Rudolf Siegert.

–¿Está dispuesto a convertirse a la fe católica?

–Por supuesto que sí.

–Entonces deberá hacer un curso de catequesis que tiene una duración de un mes.

–Lo siento –dijo Rudolf –pero si la boda es en marzo, tendré que hacer el curso en quince días.

Transaron para que el curso se hiciera en las próximas tres semanas, con un costo de cien pesos, y la ceremonia de la boda costaría otros cien en los que no estaba incluida la decoración de la iglesia.

Al salir del despacho parroquial, Lucero se abrazó al cuerpo de Rudolf, recostó la cabeza en su pecho y lloró de felicidad.

 

 

4

La noticia del matrimonio de Rudolf fue para los Siegert una sorpresa y un alivio.

–¿Quién es ella? –Preguntó el padre

–Lucero Arismendi, la hija de doña Teresa López –respondió Rudolf.

–Ah, la de los caballos –dijo Friedrich, refiriéndose al hecho de que en la puerta de los Arismendi no faltaba, o bien un caballo de los de Darío, o algunas de las mulas del padre.

–Tú estás joven y puedes echar raíces aquí –añadió. –Nosotros tarde o temprano nos iremos.

A Lena, el corazón le dio un vuelco con la noticia. Había hablado alguna vez con Teresa López por una razón que no conservaba en la memoria y conocía de vista a Lucero. Ahora la veía como la redentora que libraría a Rudolf del lodazal de los arrabales, sin saber que ya lo había salvado de caer en el fangal de los corredores de su casa. Desde ese instante la quiso como a una hija, a pesar de que no habló con ella por primera vez, sino la víspera del matrimonio, en el estudio de fotografía. Los pocos días que faltaban para la boda los pasó rememorando su propia vida y la de Rudolf, desde que éste nació en Estambul cuando Friedrich trabajaba en los talleres del Expreso de Oriente, hasta que llegaron a Hatoviejo y Rudolf decidió dedicarse a la venta de mercancías.

Revivió con escalofriante realismo la salida de su patria después de la segunda ocupación por los rusos. Friedrich había llegado para ayudar a la transfiguración de la nueva Letonia, durante la época de país independiente, y allí se conocieron y se casaron. Se trasladaron a Estambul durante dos años,  donde Friedrich fue llamado a desempeñar un trabajo temporal, y luego regresaron a Letonia. Entonces los alemanes se tomaron el poder, y el matrimonio, ya con un hijo, respiró tranquilo por un tiempo. Su efímero contento fue asesinado por el desalojo de los alemanes a manos del ejército rojo cuatro años después.

Cuando escucharon las primeras noticias de la barbarie de los nuevos ocupantes, vendieron a menosprecio las posesiones que pudieron, dejaron otras al cuidado de un alemán de Kassel, amigo de Friedrich y se embarcaron en un tren de segunda clase, atestado de refugiados, hacia Checoslovaquia. Desde allí huyeron hacia Atenas y el mismo día de su llegada, el matrimonio y su hijo pasaron ilegalmente a Esmirna en el paquebote del correo, en el que era prohibido llevar pasajeros y que no tenía más camarote que los catres de lona para la tripulación. Su esperanza era llegar de nuevo a Estambul, donde tenían amigos, pero sus planes cambiaron de repente.

Se embarcaron en el Istria, rumbo a Suramérica, amparados por un falso contrato que le vendió a Friedrich un traficante de refugiados, para trabajar en Argentina en una compañía ferrocarrilera inexistente. Respiraron tranquilos los veintiún días de la travesía del Atlántico y llegaron a Cartagena de Indias, donde decidieron terminar su viaje, aunque tenían el tiquete pago hasta Antofagasta. La siguiente etapa del viaje era el paso del canal de Panamá, propiedad de lo norteamericanos, y temieron ser arrestados. Bajaron por el río Magdalena en un vapor al estilo de los del Mississippi, y se detuvieron un par de días en Puerto Berrío.

Fue en ese viaje de siete días por agua dulce cuando Rudolf, aún sin cumplir veinte años, demostró que su astucia superaba con mucho la tan cacareada malicia indígena de los tropicales. En cada uno de los camarotes había un ventilador de techo para mitigar el calor sofocante y espantar los mosquitos, pero era un milagro conseguir uno de esos aparatos en buen estado de funcionamiento. Cuando los extranjeros subieron al barco, el camarotero les instaló uno bueno en su cuarto, pensando que le darían una propina generosa, pero ésta no llegó. Los Siegert habían agotado todo su capital y ahora medían al milímetro cada centavo que salía de sus bolsillos. Esa noche, mientras cenaban en el comedor del barco, el camarotero volvió a cambiar el ventilador por uno que no funcionaba y los tres pasaron la noche en vela, luchando contra las bandadas de bichos. Al día siguiente Rudolf vio al camarotero jugando dominó con el fogonero y les preguntó si podía participar. Lo dejaron jugar y él, que era habilísimo con las cartas, fingió ser torpe y de las siguientes diez partidas ganó sólo una.

–¿Qué pasó con el abanico? –preguntó sin darle importancia al asunto.

–Está dañado y vale dos pesos el arreglo –dijo el camarotero.

–Le doy cuatro pesos si usted gana la siguiente partida y usted instala el abanico si yo la gano.

–Vale, míster.

Y se dieron la mano.

Esa noche el abanico estaba instalado en el camarote y Rudolf le regaló al camarotero una botella de ron que le costó veinte centavos.

Hicieron el viaje desde Puerto Berrío hasta Medellín en tren, y las doce horas que duró fueron para ellos amenas y productivas, a pesar de las innumerables paradas, del calor asfixiante, del tumulto de pasajeros que no cabían dentro de los vagones y del ruido ensordecedor de las máquinas y de los pasajeros que cantaban a coro al calor de los aguardientes de caña. Después de un almuerzo comprado por la ventanilla en la parada de Caracolí, entraron en conversación, sin saber cómo, con Germán Ochoa, un cincuentón de cachetes colorados y barriga hiperbólica y que, según él mismo se ufanaba, era amigo íntimo del gobernador de Antioquia.

Cuando Friedrich le contó su intención de ofrecer sus servicios como ingeniero ferroviario, Germán Ochoa lo interrumpió con jactancia: "Eso es muy fácil. Hablamos con el gobernador que fue médico del ferrocarril durante veinte años y conoce muy bien el rodaje". Y añadió a manera de chiste: "Si no lo han cambiado de aquí a que lleguemos a Medellín". Lo dijo con conocimiento de causa, pues la costumbre era que los gobernadores duraban en su cargo unos pocos meses, y más aún, ahora que se vivían los peores momentos de agitación política que Germán Ochoa había visto en todos los días de su vida: una dictadura militar que se había tomado el poder con el apoyo de las mayorías, para acabar con la violencia guerrillera, pero que ahora oprimía a ricos y pobres por igual, sin haber cumplido su cometido.

Friedrich tomó muy en serio la oferta del antioqueño, sin comprender todavía que las promesas tropicales se hacen para cumplirse en un presente que nunca llega y que las citas que se hacen en medio de aguardientes se cumplen un día de éstos. Lo comprometió sin falta para el día siguiente y anotó el teléfono donde podría llamarlo. El paisa fue fiel a su palabra y, con más de cincuenta años, Friedrich obtuvo el nombramiento como ingeniero, en un país en el que es un milagro conseguir trabajo pasados los treinta y cinco.

Fue entonces cuando los Siegert alquilaron en Hatoviejo la casa de la calle 51, desde la que Friedrich hacía a diario la caminada hasta los talleres del ferrocarril.

 

 

5

La víspera del matrimonio, cuando sonaron las diez en el reloj parroquial de seis caras, Lena despertó de su hechizo de la memoria y dio el último llamado a su hijo. Cantó: “Rudolf. Ya son las diez”. Toda la actividad de la casa se volcó de súbito hacia la cita de la fotografía. El Doctor se levantó de su silla de la ventana, llevó la guacamaya a la vara que había empotrado entre dos columnas del comedor, se puso el saco y el sombrero de fieltro y empezó a pasearse por el corredor que bordeaba el patio, como si estuviera esperando a alguien importante. Lena suspendió su actividad culinaria, se vistió con los atuendos que tenía preparados desde el día anterior, sacó el anillo de dos perlas, lo contempló dentro de su envoltorio de terciopelo, como si fuera una reliquia única en el mundo y la metió dentro de su corpiño cuidando de que nadie la viera. Rudolf permaneció sentado en el borde de su cama, pensativo, sin decir una palabra. Los tres esperaban que fuera la hora para pasar al frente, a cumplir su compromiso con el fotógrafo.

En contraste con el ritmo programado de la casa de los Siegert, la de los Arismendi era un caos. Mario llegó a las seis de la mañana. Había salido de La Bolsa cuando aún no cantaban los gallos, no porque ese fuera el día especial de la fiesta de vísperas del matrimonio de su hija, sino porque así lo hacía tres veces por semana, lunes miércoles y viernes, y ese día era miércoles. Bajó montado en la Ojizarca, una mula baya que había comprado hacía años y que era su preferida para montar cuando había poca carga y a él le quedaba un animal en cuál poder cabalgar. Pero la mayoría de las veces hacía la jornada a pie, arreando a la Ojizarca y a otras tres mulas a las que también llamaba de acuerdo con las características de su cuerpo: la Tunga, la Cascorva y la Cuatralba. Con las primeras luces del amanecer amarraba las bestias de la reja de la ventana y bajaba la carga: dos canecas de leche, cajones de madera burda llenos de frutas, dos o tres bultos de café en tiempo de cosecha, y un costal con el mercado compuesto por yucas, plátanos, papas, maíz y algunas libras de carne pulpa. Ya aliviados los animales de su carga, les aflojaba las cinchas y les tapaba los ojos con muleras de tela de algodón; empujaba la puerta a la que Aurora Barrientos había quitado la aldaba mucho antes de que él llegara, y se sentaba en un banco de la cocina a tomarse los tragos con un "como amanecieron", que era sólo un decir, porque el único habitante de aquella casa para el que ya había amanecido era Aurora Barrientos.

Pero aquel miércoles era un día especial. Cayó en cuenta en el momento de empujar la puerta, porque la encontró trancada por dentro, y escuchó ruidos de pisadas con alpargatas y cuchicheos que pretendían no despertar a nadie, queriendo que todos estuvieran despiertos. Se acordó del matrimonio de su hija Lucero que sería al día siguiente. Pero ese miércoles era el de más actividad en la casa porque a las once había que ir a la fotografía para el retrato y por la noche era la fiesta de vísperas.

-Perdone, don Mario. Se me olvidó quitarle la aldaba. Dijo Aurora Barrientos al abrirle la puerta.

-Cómo amanecieron –respondió Mario Arismendi con su fórmula de tres veces a la semana. Por la actividad que escuchó dentro, creyó que todos estaban despiertos y se sorprendió cuando se dio cuenta de que no había más que tres personas levantadas: Aurora Barrientos la cocinera que madrugaba todos los días a las cuatro de la mañana a amasar el maíz para hacer las arepas; Darío, el mayor de los hijos solteros, que lo saludó con un lacónico "quiubo papá" y Teresa  López, su mujer, que era la autora única de los murmullos, de las pisadas de alpargata y de los chirridos de las puertas que se oían desde la acera.

Cuando lo vio entrar, Teresa le enristró sin saludarlo. "Mario mijo, recuerde que tenemos que estar a las once en la fotografía. Y vaya a ver si esa muchacha le hace caso a usted, que no ha habido dios posible que la haga levantar”. Mario Arismendi no pareció escucharla. La conocía desde hacía más de treinta años y sabía que ella sabía que él no tenía intención de ir a la fotografía; y sabía también que aunque ella le diera la orden, él no tenía que ir a despertar a su hija Lucero.

Le dijo: "Ahí están la carne y el revuelto y saquen la leche de la caneca pequeña". Y luego, se dirigió  a su hijo: "Vaya mijo y échele permanganato a esa mula que se le volvió a infectar la oreja".

Mario Arismendi se sentó en el banco de la cocina que estaba al pie de la boca del fogón de leña. Aurora Barrientos le tenía preparada allí una taza grande de loza del Carmen, llena de claro de mazamorra de maíz y un plato con media libra de panela quebrada. Teresa López le dio un respiro a su actividad de mover todo cuanto encontraba a su paso, y se sentó en un taburete de baqueta cerca de su marido.

–Arréglese, mijo, para que vamos a la fotografía –le dijo.

–No. Yo qué voy a ir por allá –le respondió Mario con su voz apagada.

Ella no le insistió.

–Pero mañana sí baja para que vayamos a la misa. Recuerde que es a las siete. Venga esta tarde para que vamos a comprar su vestido y sus zapatos y su camisa de cuello tieso. Vea que el doctor y doña Lena son muy distinguidos, mijo.

–Yo bajo mañana temprano –replicó Mario a su retahíla.

–¿Y a qué horas compramos su ropa?

–Yo me voy así –le dijo al tiempo que tocaba con ambas manos su camisa de coleta. –Así me conocen ellos.

Teresa López sabía que era tan terco como la Ojizarca y no insistió en el asunto del vestido. Le dijo al tiempo que se levantaba y salía de la cocina:

–¡Ay mijo!, yo tengo que ir a arrear a esa muchacha a ver si se levanta; vea la hora que es y todavía tiene que arreglarse. Tenga cuidado que parece que va a llover; tómese su agüita de cidrón antes de acostarse y no se vaya a serenar. Y no se olvide de bajar mañana temprano.

Lo trataba como a un niño a pesar de los veinte años que le llevaba; le daba consejos para el cuidado de su salud como si fuera un enfermo crónico, sabiendo, como sabía, que la tenía de acero; le recordaba lo qué tenía que hacer en su trabajo, no obstante que él manejaba sus fincas a su manera, desde hacía 35 años. Así era Teresa López. Una mujer activa que no paraba un minuto quieta en su casa, pero ésta se mantenía en el más completo caos; dominante, aunque se dejaba dominar por Fermín, el menor de los hijos hombres.

A las diez de la mañana, la casa continuaba en el mismo alboroto en que la había encontrado Mario Arismendi a las seis, y Teresa López continuaba lanzando órdenes al aire: Aurorita, despáchele el desayuno a Jairo que lo va a coger el día para ir a la fábrica; Aurorita, vaya a ver si ya abrieron la tienda y dígale a Amado que me mande una libra de café y que me la apunte; Aurorita, téngale listo el Alka Seltzer a Mincito para cuando se levan te; Aurorita esto y Aurorita lo otro y Aurorita lo de más allá. Aunque Aurora alcanzaba a cumplir la mitad de las instrucciones, no se preocupaba, porque en siete años de escucharlas a diario, sabía que más que órdenes eran un monólogo con el que Teresa López descargaba la preocupación de las cosas que ella misma dejaba de hacer.

El resultado de tal alboroto fue despertar a Lucero que por fin se levantó.

Aurora Barrientos, que salía a cumplir uno de los tantos encargos de Teresa López, se devolvió desde la puerta saltando por los tablones y gritando:

–¡Doña Teresa! ¡Doña Teresa! Los místeres ya entraron a la fotografía.

–¡Virgen santísima! ¿Y qué hora es pues?

–Van siendo las once.

A Lucero casi se le sale el corazón. Acabó de despertar bajo el chorro frío y abundante del baño y corrió como una cabra, saltando puentes hasta su habitación. Se puso las medias veladas y la combinación, se enfundó las enaguas y entró el abdomen lo más que pudo para que Aurora Barrientos pudiera abotonar el vestido que no se había probado y le quedaba estrecho. Al mismo tiempo una vecina intentaba hacerle un peinado de moda, pero ante la imposibilidad de lograr algo decente en una cabeza que no se quedaba quieta, la dejó a medias, tomó el manto de tul y, con delicadeza de artista, se lo puso sobre el peinado a medio hacer.  

–Con esto se disimula –dijo.

Por último, Lucero se montó en los tacones de aguja e intentó correr para no retrasar más la toma de la foto, pero al llegar a la puerta de la habitación paró en seco. Se dio cuenta de que no podía atravesar el puente de tablas montada en esos zancos, con una cola de dos metros que le arrastraba por detrás y con un vestido tan ancho que no le permitía ver dónde ponía el pie.  Optó por descalzarse, subir el traje, las enaguas y la combinación hasta la altura de la cintura y pasar los puentes, hasta la calle, con Aurora Barrientos detrás, llevando en una mano los zapatos y en otra la cola blanca del vestido.

Cuando entró a la fotografía, los Siegert llevaban una hora esperando. Los tres se levantaron, pero no fue Rudolf sino Lena quien salió a recibirla. La llevó aparte y dándoles la espalda a todos los que estaban  dentro del estudio y al tumulto de curiosos que se apiñaban en la puerta, sacó el anillo de dos perlas y se lo puso a Lucero en el dedo anular de la mano derecha sin decir palabra.

 

 

6

A la mañana siguiente las dos familias salieron al mismo tiempo para la iglesia, como si se hubieran puesto de acuerdo para marchar juntas por el pueblo. Hicieron el trayecto de dos calles a pie, sin protocolos. Delante iban Teresa López con sus dos hijos, Lucero –la novia– y Darío; en la misma fila iban Rudolf, al lado de Darío, Lena, la madre y Friedrich, el padre. Detrás de Lucero iba la última hija de los Arismendi, Virginia, todavía una niña, sosteniendo la cola del vestido. Más atrás aún, iban Mario Arismendi con su atuendo de arriero, sus otros hijos y algunos allegados a las dos familias. En el pueblo no se había visto una concentración tan grande de personas, desde que tres años antes vino el dictador, Teniente General, a inaugurar una avenida. A pesar de que no eran todavía las siete de la mañana, todos querían ver a la Reina de Curlandia –aunque no sabían dónde quedaba ese reino– y querían ver, por supuesto, a la vecina que desde ese día sería princesa del mismo lugar. Todas las puertas y ventanas y aceras de las dos calles que llevaban hasta la iglesia estaban llenas, pero la mayor concentración de personas se encontraba en el atrio de la iglesia, esperando que por la puerta de ese templo católico entraran los protestantes que ahora tenían licencia para hacerlo.

La ceremonia se llevó a cabo sin contratiempos. Los novios intercambiaron argollas de plata y, antes de poner la de Lucero, Rudolf tuvo el cuidado de sacar el anillo de dos perlas y retornarlo después a su lugar para que hiciera las veces de pisa argolla. La comitiva repitió el trayecto anterior, ahora con el tumulto duplicado, con los recién casados en el centro y con el brazo de Rudolf en el hombro de Lucero, como el día en que descubrieron que eran novios. Lucero caminaba como sobre una nube, hipnotizada por el ambiente y sintiendo en su ser que ella no era ella. Sin pensarlo y sin mirar a sus pies, se quitó los zapatos con tacones de aguja y se los entregó a Aurora Barrientos, para caminar descalza que era como se sentía más cómoda. Lo hizo con tanta naturalidad, que el gesto apenas si se notó. Sus pies diminutos y sus medias veladas, rotas por el roce con el pavimento se escondían debajo de la nube de gazas del vestido.  Sin sentirse observada por los centenares de vecinos, ella miraba hacia arriba para ver la cara de Rudolf, que marchaba impasible con la mirada fija en el infinito y sin un gesto en la comisura de sus labios.

Fueron cada uno a su casa a cambiarse con premura porque en la de Lucero los esperaba el taxi que los llevaría a la estación del ferrocarril, para tomar el tren de las diez de la mañana. Como ingeniero jefe, el Doctor había hecho uso del derecho que tenía a descuentos especiales en los tiquetes y en las tarifas de los hoteles de Puerto Berrío y Barrancabermeja, propiedad de la empresa ferroviaria. Consiguió, además, que a los recién casados se les separara en el primer vagón un espacio privado, libre de las aglomeraciones normales en todos los viajes. Rudolf, que  ya conocía el trayecto, pasó las doce horas del viaje adormilado con el arrullo del traqueteo de las ruedas y del compás de los cilindros de vapor. Lucero estuvo todo el tiempo admirando el paisaje feraz  de bosques vírgenes y latifundios ganaderos. Despertaba a Rudolf en cada parada para comprar los productos comestibles que vendían los numerosos vendedores ambulantes: los hojaldres en Cisneros, las papas rellenas en Porce y las naranjas ombligonas en Santiago.

En Puerto Berrío estaban advertidos de su llegada y enviaron el Chrysler del 47, propiedad del jefe de estación, a que los recogiera y los llevara al Hotel Magdalena. Allí fueron recibidos a la entrada con copas de champaña que Rudolf aceptó haciendo una leve inclinación de cabeza y Lucero rechazó con su natural ingenuidad:

–¿Me lo puede cambiar por jugo de naranja?

–Cómo no, señora –le respondió desconcertado el camarero.

Aunque necesitaban un buen baño porque estaban tiznados por el polvillo de carbón que expulsaba la chimenea de la locomotora, prefirieron comer algo en el restaurante antes de ir a la habitación preferencial que les tenían asignada. Subieron a la media noche, no como dos recién casados, sino como si fueran un par de esposos veteranos. Tomaron una ducha por separado, primero ella que salió envuelta en la toalla, sin usar la levantadora de seda que le empacó Teresa López. Rudolf, en cambio, salió con una piyama a rayas de pantalón largo y camisa ancha de botones. Ella lo esperaba en la cama sin nada encima, aparte de la sábana y lo ayudó a desvestirse con una delicadeza de madre, como no la había tenido jamás en su vida. Cumplieron con su deber de recién casados. Ella entre el temor a los dolores de la desfloración y la expectativa de tocar el cielo, él con la misma sensación de alivio que sentía con las rameras del Foly Bar.

–Ese no es el amor de un príncipe– le dijo Lucero, hablándole al oído, como si alguien pudiera escucharla. Después de unos segundos, al no recibir respuesta, añadió:

–Ya irás aprendiendo.

Se quedaron dormidos sin notarlo y despertaron con la sirena sorda del vapor que llegaba de Barrancabermeja. Decidieron pasar el día entero en la piscina, para descansar de los trajines del matrimonio y del viaje. Allí desayunaron, tomaron un almuerzo frugal, dormitaron y se refrescaron en el agua azul, sin subir para nada a la habitación. Lucero deseaba intentar el amor una vez más, pero prefirió esperar a que Rudolf tomara la iniciativa y él esperó hasta que llegaron los arreboles dorados del atardecer.

–¿Quieres un jugo de naranja, Lucerito?

Hacía varios días que Lucero no escuchaba ese diminutivo cariñoso que Rudolf usaba para referirse a ella cuando hablaba con Teresa López o con su hermano Darío.

–Yo mismo te lo traeré– añadió, y se fue al bar a pedirlo.

Al cabo de unos minutos regresó y Lucero calmó su sed con medio vaso de una vez.

–No hay naranjas como las de La Bolsa– dijo, y añadió:

–Sabe a jarabe.

Estuvieron un rato en silencio, los dos en la misma hamaca, él siguiendo con los dedos el camino de los largos cabellos hasta los pechos, ella, medio aletargada, soñando en lo que vendría después de ese cambio de actitud. Ya anocheciendo, con las primeras gotas de lluvia, Rudolf la tomo en sus brazos, la subió a la habitación y la depositó en el lecho, con dulzor de niñera. Se acostó a su lado y se quedaron dormidos con el arrullo de un aguacero diluvial que tintineaba en las ventanas.

 

 

 

7

La sirena del vapor de Barranca la despertó y por un momento no supo dónde estaba. De repente se acordó de que estaba en el Hotel Magdalena, se acordó que era la esposa de Rudolf Siegert y, al no verlo, pensó que había bajado a desayunar. Se duchó con agua fría para acabar de despertar, se vistió con lo mejor que encontró en la maleta aún sin desempacar y bajó al restaurante para desayunar con su esposo. No estaba allí. Esperó un momento y luego fue a la recepción.

–¿Ha visto a mi esposo? –Le preguntó al encargado.

–Él salió y dijo que vendría a recogerla hoy domingo en el vapor de Barranca.

–¿Quiere decir hoy sábado?

–Lo siento señora, hoy es domingo.

–Pero nosotros llegamos el jueves por la noche y ayer pasamos todo el día en la piscina.

–No señora. Ayer sábado usted no salió en todo el día de la habitación y el señor nos pidió que no la despertáramos. Salió en el vapor de las once para Barranca y dijo que regresaría hoy.

–¿Y a qué horas viene el vapor?

–Llegó hace una hora. Usted misma debió escuchar la sirena.

Lucero estaba desconcertada. No entendía cómo había pasado un día entero durmiendo, no entendía que su esposo no estuviera allí con ella, no sabía qué preguntar ni a quién.

–¿Puedo saber si Rudolf llegó en ese vapor?

–No llegó. Nuestro personal recibe a los pasajeros en el muelle y los acompaña hasta el hotel. Puedo asegurarle que su esposo no llegó.

Se sintió desamparada. Empezó a caminar en círculos por el hall, mirando al suelo, con las manos en la cabeza. Sin pensarlo, subió las escalas para ir a la habitación y cuando bajó las manos para cogerse el vestido dio un grito de pánico:

–¡El anillo!

Abrió las dos manos frente a sus ojos, mirándolas por ambos lados. Allí estaba la argolla de plata pero faltaba el anillo de dos perlas. Bajó de nuevo al hall con las manos abiertas frente a sí y escudriñando cada centímetro de suelo. Caminó hasta el restaurante, se acercó al mostrador y sin dejar de mirar al suelo preguntó:

–¿Han visto mi anillo?

–No señora, no hemos visto su anillo– le respondió el recepcionista con la calma fingida con la que se le responde a un niño, o a un loco.

Lucero subió de nuevo las escalas sin dejar de explorarlas una por una. Con la misma actitud recorrió el pasillo alfombrado, entró en la habitación y la inspeccionó palmo a palmo con desasosiego, pero con minuciosidad de detective. Levantó las mantas con cuidado, sacudió las sábanas, lanzó lejos las almohadas y puso la maleta sobre la cama. Sacó con cuidado cada prenda y, cuando terminó, tomó la maleta, la puso boca abajo y la golpeó con fuerza esperando el milagro de que el anillo estuviera escondido en algún intersticio del forro interior. Todo fue inútil. Lucero lloró como no lo hacía desde tiempos inmemoriales, sola, sentada en el borde de la cama, con la cara entre las manos.

El llanto la serenó. Se limpió las lágrimas, bajó de nuevo a la recepción  y preguntó:

–¿Puedo llamar por teléfono?

–Los teléfonos se dañaron con el aguacero del viernes y no los han arreglado– le respondió el recepcionista.

Viendo su cara de angustia, le ofreció algo de tomar. Ella recordó el sabor a jarabe del jugo de naranja y pidió agua.

–Necesito llamar con urgencia a Medellín– imploró.

–Creo que puedo ayudarle– respondió el recepcionista –¿Su suegro es el doctor  Siegert, ¿no es cierto?

–Sí, ¿por qué?

–Todas las estaciones del ferrocarril tienen conexión directa con los talleres que él maneja. Desde la estación podrá hablar directamente con él.

Un empleado la acompañó hasta la estación donde ella explicó que era la nuera del doctor Siegert y que necesitaba hablar urgentemente con él. El operador manipuló durante un rato el teléfono de manivela y al fin logró establecer la comunicación. Cuando escuchó la voz de Friedrich al otro lado de la línea, Lucero le dijo sin saludarlo:

–Doctor, Rudolf se fue.

–¿Para dónde? –Preguntó Friedrich.

–No me dijo, pero en el hotel dejó la razón de que vendría hoy a recogerme desde Barranca, pero no vino.

Friedrich pretendió consolarla:

–No te preocupes, Lucero, que ya vendrá.

Lucero sollozaba.

–Es que tengo otra cosa para decirle.

–¿Qué será, Lucerito? –Le dijo con un cariño de padre que no había utilizado jamás.

–Se me perdió el anillo de doña Lena.

Hubo un lago silencio. Al final, Lucero escuchó de nuevo la voz de su suegro:

–Repite la llamada dentro de una hora.

Lucero se sentó sola en uno de los bancos de madera en los que los pasajeros esperaban la salida del tren. Era la imagen misma del desamparo, con la mirada baja, los cabellos largos y desordenados casi tapando el rostro y ambas manos apoyadas en el banco como si quisiera prevenirse de un desmayo. Pasada una hora repitió la llamada y se sorprendió al escuchar al otro lado la voz de su hermano Darío.

–Se fue, Darío,  se fue.

Lucero no pudo decir más.

–No te preocupes que yo voy mañana en el tren.

Luego Darío añadió, refiriéndose a Rudolf:

–Ese ya no vuelve– y remató con una pregunta a quemarropa:

–¿Es verdad que se llevó el anillo, el hijueputa?

En ese momento Lucero aterrizó de su sueño de princesa. Revivió las sangre fría con la que el que entonces era su novio sobornó al encargado del despacho parroquial; recordó el sabor a jarabe del jugo de naranja y lo relacionó con el interés que Rudolf le mostró a Teresa López por la planta del Borrachero.  Decidió no pensar más en el asunto y volvió a ser ella. Fue la única vez en lo que le quedó de existencia que permitió que le hablaran de Rudolf o del anillo. Le respondió a Darío con una frase lacónica propia de la Lucero Arismendi que era ella:

–Allá él.