La Cataluña de M. Seguin   

La cabra del señor Seguin

 

Alphonse Daudet

Les lettres de mon moulin,

 

Carta al señor Pierre Gringoire, poeta lírico de Paris

 

Escucha, Gringoire, la historia de la cabra del señor Seguin y verás qué es lo que se gana queriendo vivir libre.

 

El señor Seguin nunca había tenido suerte con sus cabras. Todas las perdía de la misma manera: un buen día rompían la cuerda, se iban a la montaña, y allá arriba el lobo se las comía. Nada las retenía, ni las caricias de su amo, ni el miedo al lobo,. Se trataba, por lo que parece, de cabras independientes que querían a toda costa aire libre y libertad.

El bueno del señor Seguin, que no comprendía en absoluto el carácter de sus animales, estaba consternado. Decía:

 

—Se acabó; las cabras se aburren conmigo, no conservaré ni una.

 

Sin embargo, no se desanimó, y después de haber perdido seis cabras de la misma forma, compró la séptima, sólo que esta vez tuvo cuidado de buscarla muy joven para que se acostumbrara mejor a vivir con él.

¡Qué linda era con sus ojos dulces, su perilla de suboficial, sus pezuñas negras y relucientes, sus cuernos rayados y sus largos pelos blancos que la hacían parecer una hopalanda! Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda. Y además, dócil, cariñosa, se dejaba ordeñar sin moverse, sin meter la pata en la escudilla. Una cabrita encantadora.

El señor Seguin tenía detrás de su casa un cercado rodeado de espinos y allí instaló su nueva huésped. Ató la cabrita a una estaca en el sitio más bonito del prado, cuidando de dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando iba a ver si estaba bien. La cabra era muy feliz y pastaba con tanto gusto que el señor Seguin estaba feliz.

 

—Por fin—pensaba el pobre hombre—, ¡he aquí una que no se aburrirá conmigo!

 

El señor Seguin se equivocaba, su cabra se aburría. Un día, mirando hacia la montaña, se dijo: «¡Qué bien se debe estar allí arriba! ¡Qué gusto brincar en el brezo sin esta maldita cuerda que me desuella el cuello! ¡Bien está para el burro o el buey pastar en un cercado, pero las cabras necesitamos espacio!».

A partir de aquel momento, la hierba del cercado le pareció insípida, se aburrió, adelgazó y dio menos leche. Daba lástima verla todo el día tirando del ramal, con la cabeza vuelta en dirección a la montaña, las fauces dilatadas, haciendo «¡Me!…» tristemente.

Bien notaba el señor Seguin que a su cabra le pasaba algo, pero no sabía lo que era… Una mañana, cuando acababa de ordeñarla, la cabra se volvió hacia él y le dijo en su lenguaje:

 

—Señor Seguin, escuche. Me aburro en su casa, déjeme ir a la montaña.

 

—¡Oh, Dios mío!… ¡También ella! gritó el señor Seguin estupefacto, y de repente dejó caer su escudilla; después, sentándose en la hierba, junto a su cabra, dijo:

 

—Cómo, Blanquette, ¿quieres dejarme?

 

—Sí, señor Seguin.

 

—Tal vez estás atada demasiado corto; ¿quieres que alargue la cuerda?

 

—No vale la pena, señor Seguin.

 

—Entonces, ¿qué necesitas?, ¿qué quieres?

 

—Quiero irme a la montaña, señor Seguin.

 

—Pero pobrecita, ¿no sabes que en la montaña está el lob? ¿Qué harás cuando aparezca?

 

—Lo embestiré con mis cuernos, señor Seguin.

 

—El lobo se ríe de tus cuernos. Me ha comido cabras con más cuernos que tú. ¿Sabes, la vieja Renaude, la pobre, que estaba aquí el año pasado? Una cabra fuerte como un macho cabrío, peleó con el lobo toda la noche… después, por la mañana, el lobo se la comió.

 

—¡Qué lástima! ¡Pobre Renaude!… No importa, señor Seguin, déjeme ir a la montaña.

 

—¡Dios mío!…—dijo el señor Seguin—; ¿pero qué es lo que les pasa a mis cabras? Una más que me va a comer el lobo. ¡Pues no! ¡Te salvaré a pesar de todo, malvada! Y para que no rompas la cuerda, voy a encerrarte en el establo y allí estarás para siempre.

 

El señor Seguin se llevó la cabra a un establo muy oscuro, cuya puerta cerró con dos vueltas de llave. Desgraciadamente se olvidó de la ventana, y apenas había vuelto la espalda, cuando la cabrita se escapó.

Cuando la cabra blanca llegó a la montaña hubo un deslumbramiento general. Los viejos abetos no habían visto nunca nada tan lindo. Se la recibió como a una pequeña reina. Los castaños se inclinaban para acariciarla con la punta de sus ramas. La retama de oro se abría a su paso despidiendo su mejor olor. Toda la montaña la festejó.

Ni cuerda, ni estaca, ni nada que le impidiera pastar y saltar a su antojo. ¡Allí sí que había hierba! ¡Hasta por encima de los cuernos, amigo! ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina, ondulada, formada por mil plantas. Muy distinta al césped del cercado. ¡Y flores! Grandes campánulas azules, cartuchos de color púrpura con sus largos cálices, ¡toda una selva de flores silvestres, rebosantes de jugos seductores!

La cabra blanca, medio embriagada, se revolcaba allí dentro con las piernas en el aire y rodaba a lo largo de las pendientes, revuelta con las hojas caídas y las castañas.

Después, de un salto, se levantaba de repente sobre sus patas y allá iba, hacia adelante, a través de los bosques y los bojedales, tan pronto en un pico como en el fondo de un barranco, arriba, abajo, por todas partes. Parecía que había en el monte diez cabras del señor Seguin. Es que Blanquette no tenía miedo a nada.

Franqueaba de un salto los grandes torrentes, que al pasar la salpicaban de gotas y de espuma. Después, chorreando agua, iba a echarse sobre cualquier roca plana y se secaba al sol. Una vez, al avanzar al borde de una meseta con una flor de citiso entre los dientes, vio abajo, muy abajo, en la llanura, la casa del señor Seguin con el cercado detrás. Esto la hizo llorar de risa.

 

—¡Qué pequeña es!—dijo—. ¿Cómo habré podido aguantar allí?

 

¡Pobrecilla! Al verse encaramada tan alto, se creía por lo menos tan grande como el mundo. En suma, fue una buena jornada para la cabra del señor Seguin. Mediado el día, corriendo a derecha y a izquierda, fue a parar delante una manada de gamuzas que estaban devorando una parra silvestre. Nuestra pequeña viajera vestida de blanco causó sensación. Se le dejó el mejor sitio en la parra, y todos aquellos caballeros fueron muy galantes. Incluso parece que un joven rebeco de pelaje negro tuvo la buena suerte de gustar a Blanquette. Los dos enamorados se alejaron entre los árboles durante una o dos horas y, si quieres saber lo que se dijeron, ve a preguntarlo a los indiscretos manantiales que corren invisibles entre el musgo.

De repente, el viento refrescó. El monte se volvía color violeta: era el atardecer.

 

—¡Ya!—dijo la cabrita—; y se detuvo muy asombrada.

 

Abajo, los campos estaban cubiertos por la bruma. El cercado del señor Seguin desaparecía entre la niebla, y de la casita no se veía más que el tejado con un poco de humo. Oyó los cencerros de un rebaño que regresaba, y sintió muy triste el alma. Un gerifalte que volvía, la rozó con las alas al pasar. Tembló. Después hubo un aullido en el monte:

 

—¡Uuuh, uuuh!

 

Pensó en el lobo; la loca no había pensado en él en todo el día. Al mismo tiempo se oyó una trompa muy lejos, en el valle. Era el buen señor Seguin que intentaba un último esfuerzo.

 

—¡Uuuh, uuuh!—hacía el lobo.

 

¡Vuelve, vuelve! -gritaba la trompa,

 

Blanquette tuvo ganas de volver; pero acordándose de la estaca, la cuerda, el seto del cercado, pensó que ya no podría acostumbrarse más a aquella vida y que era mejor quedarse.

La trompa no se oyó más. La cabra percibió tras ella un ruido de hojas, se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, muy rectas, con dos ojos relucientes. Era el lobo.

Enorme, inmóvil, sentado sobre sus cuartos traseros, allí estaba mirando a la cabrita blanca y saboreándola por adelantado. Como estaba seguro de que se la comería, el lobo no se apresuraba; únicamente, cuando ella se volvió, se echó a reír con maldad.

 

—¡Ja, ja! La cabrita del señor Seguin—y se pasó la gran lengua roja sobre sus labios resecos.

 

Blanquette se sintió perdida. Por un momento, recordando la historia de la vieja Renaude, que luchó toda la noche para ser devorada por la mañana, se dijo que tal vez lo mejor sería dejarse comer en seguida; después, sintiéndose arrebatada, se puso en guardia, la cabeza baja y los cuernos hacia adelante, como una valiente cabra del señor Seguin que era. No es que tuviera esperanza de matar al lobo, sino solamente para ver si ella podía resistir tanto tiempo como la Renaude.

Entonces el monstruo avanzó y los pequeños cuernos entraron en juego. ¡Ah, la valiente cabrita! ¡Qué animosa! Más de diez veces, y no miento, obligó al lobo a retroceder para tomar aliento. Durante estas treguas de un minuto, la glotona cogía todavía a toda prisa una brizna de su querida hierba; luego volvía al combate con la boca llena. Esto duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra del señor Seguin miraba las estrellas bailar en el claro cielo y se decía:

 

—¡Oh, con tal que resista hasta el alba!

 

Una tras otra, las estrellas se extinguieron. Blanquette redobló sus embestidas, el lobo sus dentelladas. Un resplandor pálido apareció en el horizonte. Desde una casa de campo se oyó el canto de un ronco gallo.

 

—¡Por fin!—dijo el pobre animal, que sólo esperaba al día para morir; y se tendió en tierra, envuelta en su bella piel blanca toda manchada de sangre. Entonces el lobo se arrojó sobre la cabrita y se la comió.

 

 La historia que has oído no es un cuento de mi invención. Si alguna vez vienes a Provenza, nuestros caseros te hablarán muchas veces de la «cabra del señor Seguin, que luchó toda la noche con el lobo, y después, por la mañana, el lobo se la comió».