Homenaje al maestro José Longas

 

José Longas era un hombre, un músico y un compañero de tertulias, fuera de lo común. Cuando el cantante Alfredo Sadel venía a Medellín, pedía que le consiguieran a Longas para que lo acompañara al piano en sus presentaciones. Siempre quería que fuera él, porque le daba gusto en lo que para todos los músicos era un vicio abominable: el día antes de la presentación hacían los ensayos y luego, ya en el teatro, quince minutos antes de salir al escenario, le decía al pianista, "bajémosle medio tono que hoy amanecí un poco afónico". Para el maestro Longas, pasar de una partitura sin alteraciones a una con cinco sostenidos, no representaba ningún problema y Sadel estaba encantado con que le siguieran su capricho.

 

Conocí a Longas mis andanzas por el pueblo, por la época en la que empecé en la universidad y me convertí en un mal estudiante que vagaba de calle en calle, de bar en bar y de corrillo en corrillo. El cuerpo desgarbado y casi esquelético del maestro delataba a un bohemio, un poco más alto que yo (lo cual no quiere decir que fuera longilíneo, pues yo soy de baja estatura), diletante, capaz de hacer un soneto – a lo Luis Carlos López – en cualquier ocasión, de escribir un tierno poema de amor, o de componer la música para un pasillo o para el himno de un pueblo. Durante años conservé mi amistad con él y, cuando me dio por aprender a tocar órgano, lo llamé para que fuera mi profesor de música. No era muy buen profesor – aunque era su principal medio de subsistencia – a lo que se sumaba que yo era un mal alumno, pero persistí en las clases durante mucho tiempo, sólo por ver su actuación semanal cuando venía a darme la lección. Me decía: hoy vamos a aprender un pasodoble. Cogía mi cuaderno de partituras, un lápiz o bolígrafo de cualquier color y empezaba a escribir la partitura de "Manizales" en la primera página limpia que abría en el cuaderno, sin importar qué había antes o después o si el cuaderno estaba al derecho o de atrás para adelante.  Escribía las notas y signos musicales de memoria, en orden, a velocidad de taquígrafo, los tres pentagramas – mano derecha, izquierda y pie – a un mismo tiempo, sin una equivocación y sin que faltara un solo símbolo. Luego la interpretaba con maestría en el instrumento y, hasta completar una hora de clase, luchaba por enseñarme las técnicas de los pasajes más difíciles. Me dejaba esa pieza como tarea para la semana y en la siguiente clase se olvidaba de lo que me había enseñado en la pasada y empezaba todo el proceso con una nueva canción. Me hice así a una valiosa colección de obras de su puño y nota, unas hacia adelante, otras hacia atrás, adornadas, además, por mi hija Marcela que, a sus dos años, cogía mis cuadernos y un lápiz y trataba de imitar los signos escritos por el maestro.

 

A veces convertíamos la clase en una tertulia musical en la que él hacía el análisis de alguna obra, intercalando comentarios sobre la actuación de tal o cual instrumento de la orquesta. Recuerdo que una vez llevé un disco de una obra para armónica y orquesta interpretado por Larry Adler y, sin decirle de qué se trataba, lo hice sonar. Después de escuchar un pasaje rapidísimo me dijo, "no identifico el instrumento, pero no le faltó ni una nota". Y es que Longas era eso: un oído privilegiado que separaba los sonidos, los identificaba y los clasificaba sin importar a qué velocidad le llegaran. No he conocido a nadie, aparte de él, con la insólita facultad mental de contar las letras de una frase con sólo escucharla una vez. Un día me hizo la demostración. Me dijo, "diga una frase". Yo, que ya había oído hablar de su extraña capacidad, no quise decir nada conocido – habría podido recitar la archiconocida "en un lugar de la mancha…"–, sino que inventé lo primero que se me ocurrió en ese momento. "La esperanza del hombre está en su progenie". Tan pronto como terminé de pronunciarla, él, sin titubear un momento y sin dejarme ver, escribió algo en un papel que ya tenía preparado. "Cuente las letras", me dijo. Escribí la frase en mi libreta, con letras separadas y las conté. "Son treinta y seis", le dije. Él destapó su trozo de papel en el que había un escrito, en números muy claros y grandes: 35. "Maestro, se equivocó", le dije; respondió, "no me equivoqué"; repliqué, "yo las conté", y él, "yo también". Volví a contar las letras y me afirmé en lo dicho, "son treinta y seis". Él cerró la discusión, "le advertí que las letras mudas no contaban, y hay una hache". Le tendí la mano en señal de aprobación y admiración, pues era verdad que me lo había puesto como condición, pero me olvidé del detalle al contar las letras. Nadie, ni él mismo, supo jamás cómo lo hacía, pero eso de las letras mudas indica que tenía que ver con su extraordinario oído musical para el que era igualmente fácil contar notas o letras.

En fin, tengo un recuerdo grato del maestro Longas. Pasó levemente por mi vida dejando un tenue rastro de estrella fugaz,  como pasó por su existencia sencilla, casi humilde, de la que quedaron sus composiciones musicales, y sus poemas, casi todos inéditos y una entrañable añoranza en las mentes los que tuvimos el deleite de compartir con él.