Carta a mi hija Marcela

 

Hola chica:

 

Hoy amanecí otra vez con el vértigo de Menière, el mismo que me había dado ya hace 6 meses y que creo que te conté en una carta anterior o en algún chat. No parece ser grave pero es muy molesto y más para una persona como yo que se enferma poco y está, por tanto, poco acostumbrada al reposo y el no hacer nada que mandan para estos casos. Mientras reposaba estuve mirando tu maleta, la que dejaste aquí cuando terminaste tus estudios, con sus 26 kilos de libros y enseres personales, que la tengo cerca de mi cama, y me acordé de una anécdota de mi vida que, si ya te la había contado, te pido disculpas por hacerlo de nuevo.

 

Cuando terminé mis estudios en La Crosse, empaqué todos mis libros y parte de la ropa, en un guacal de madera que pesaba, lo recuerdo perfectamente, 250 libras, o sea más de 100 kilos. Se suponía que el bulto debía llegar hasta Miami en tren y allí ser entregado a algún ente gubernamental para ser despachado por barco hacia Colombia. Estando yo ya de regreso en Medellín pensé que debería esperar un tiempo prudencial para recibir mi encomienda, pues en ese tiempo los envíos desde el exterior eran lentos y a veces tardaban meses en llegar a su destino. Pero, ¿cuánto es un tiempo prudencial? Cuando vi que pasaban los meses y no tenía noticia de mis pertenencias, escribí a La Crosse que fue el sitio en el que yo dejé el paquete para que fuera despachado. Me respondieron diciendo que averiguarían con Miami y me diría algo, pues ellos habían  cumplido el encargo de enviarlo allí. Al poco tiempo me llegó un telegrama en el que me decían que mi caja debía estar ya en el fondo del mar pues en Miami todo era confusión y nadie daba razón de ella.

Imagínate lo que sentí después de más de seis meses de espera. Sentí impotencia pues ya había agotado la última instancia que yo conocía y que tenía relación con el envío, y me sentí mal como colombiano al ver que todo había ido bien durante el tiempo de mi estancia en el exterior pero se empañaba justo en el momento en que pasaba a manos de funcionarios colombianos. Rumié mi rabia durante dos o tres días hasta que una mañana me levanté muy temprano, me senté ante la máquina de escribir y clap, clap, clap, empecé a chuzografiar:

 

Medellín tantos de tantos de mil novecientos tantos

Doctor

Carlos Lleras Restrepo

Presidente de la República

Presente.

 

Señor Presidente:

 

Y en muy pocas palabras, para que en medio de sus mil ocupaciones  tuviera tiempo de leerla, si es que algún día la recibía, le conté mi drama, más como un desahogo, que como una esperanza, pues mis pertenencias nadie podía sacarlas ya del fondo del mar. Recuerdo que le decía: “¿Cuántos colombianos hay que tienen el privilegio de salir a traer conocimientos de un país más desarrollado? ¡Y pensar que todas sus referencias, anotaciones y materiales didácticos se han perdido por la desidia de funcionarios del estado! ¿Cree usted que esto es de beneficio para el país y para el mío propio?”

Me sentí aliviado como el que grita tacos y palabrotas cuando se da un martillazo en el dedo en lugar de dárselo al clavo, y unas horas después de poner la carta en el correo, olvidé el episodio.

Tres o cuatro días después recibí una carta de Bogotá. Cuando la abrí, vi que era una tarjeta de cartulina blanca con el siguiente membrete:

 

Alfredo Vásquez Carrizosa

Ministro de Relaciones Exteriores

República de Colombia

 

En un par de renglones me decía “Ya he dado orden al señor Cónsul General para que se haga cargo de su problema”. Pensé que se trataba de una de tantas investigaciones infructuosas que hay en nuestro país y más teniendo en cuenta que mi problema era letra menuda comparado con los que allá tenemos. Así que me olvidé de las órdenes dadas al Cónsul General y me consolé con el hecho de que ya me había hecho escuchar por las más elevadas instancias del gobierno.

En ese tiempo yo trabajaba en Larco  y a veces iba los sábados por la mañana más a un trabajo de relax, como organizar papeles, que a la rutina de los demás días de la semana. Estaba allí uno de esos sábados, cuando recibí una llamada de la aduana.

 

-Tenemos un paquete para usted.

 

La palabra “paquete” mi hizo pensar en alguno de los instrumentos pequeños que habitualmente importábamos para los equipos de aire acondicionado, así que sin mucho apremio le pregunté:

 

-Cuándo puedo pasar a recogerlo?

-Ahora mismo.

 

Pensando en que durante la semana me quedaría difícil recogerlo, cogí mi carro, que era un pequeño Simca en el que cabían estrechas cuatro personas y fui a la Aduana que estaba a unos pocos kilómetros de mi oficina. Cuando llegué allí, fui recibido por el jefe, cosa poco habitual pues esa era una entidad que se caracterizaba por su displicencia para con el público, me hizo entrar y me mostró el paquete. ¡Era mi guacal! Habían pasado apenas nueve días desde que recibí la carta del ministro y ya mi carga estaba en Medellín. Eso quería decir que había sido traída en avión a pesar de que estaba fletada por barco, en el que se habría tardado por lo menos un mes, pues llegaba a Cartagena y luego era despachada por tierra hasta Medellín.

 

Aunque me quedé sin palabras por la emoción de lo imposible, le dije:

 

-Tengo aquí un vehículo muy pequeño y no tengo tiempo de ir a traer otro, así que vendré el próximo lunes.

 

En efecto, era ya casi medio día y la aduana estaba abierta sólo hasta las 12. Pero el director me sorprendió con su respuesta:

 

-Vaya por él que aquí lo esperamos con mucho gusto.

 

Lo miré extrañado porque creí que se burlaba de mí, pero él me reiteró su oferta.

 

-Créame, vaya tranquilo que lo esperamos.

 

No  tuve más remedio que hacerle caso y salí a la oficina a ver si conseguía un vehículo más grande. Cuando llegué, ya todos se habían ido menos uno de los subgerentes, Melquíades Correa que en ese preciso momento salía en su 4x4. Accedió sin chistar a mi propuesta de que hiciéramos cambio de vehículos durante el fin de semana, de tal manera que le entregué mi Simca y yo tomé su Toyota. Fui a la Aduana esperando encontrarla cerrada, pero no. Allí estaba esperándome el director con dos empleados de la bodega. Cuando entré me saludó dándoles una orden a sus empleados:

 

-Llegó el señor Bernal. Súbanle su paquete al  carro.

 

No podía creer lo que estaba escuchando. En la aduana cada cual se defendía como mejor podía y si tenía bultos grandes, debía pagar una de las empresas de montacargas que se habían creado alrededor de sus instalaciones para prestar ese servicio a los importadores. Pero esta vez, no sólo se quedaba el propio director sino que pagaba horas extras a dos de sus empleados para que subieran mi carga. Era insólito, como también lo fue el servilismo con el que los empleados me abrieron la puerta trasera del Toyota y la despedida de mano del director. Por lo visto, las órdenes de arriba fueron perentorias.

 

Pues chica, volviendo a tu maleta, si mi guacal con libros y con ropa ameritó carta al presidente de la república y movimientos en un ministerio, en el consulado y en las aduanas, tus libros y tu ropa ameritan que personalmente te las lleve, aunque no quepa nada más en la maleta y entonces tenga que estar de visita en Colombia durante un mes con la misma muda de ropa.